
Vivir se parece mucho a tomar un bus que nunca va del todo en línea recta. Uno sube con ilusión, se baja con dudas, cambia de ruta cuando menos lo espera. Pero el trayecto… ese nunca se detiene. He perdido tanto en el camino que el miedo ya no tiene forma; se ha vuelto una estación lejana, de esas que se anuncian pero nunca aparecen. He tenido que comenzar desde cero tantas veces, como quien se sube a un transporte sin saber dónde terminará, con la esperanza callada de que el destino sea más amable.
He soltado manos que creí eternas. He salido de lugares que alguna vez llamé hogar con la misma tristeza con la que uno deja una ciudad en la que ya no cabe. En cada parada he dejado una parte de mí, he muerto un poco… y con cada muerte, algo dentro se ha ido apagando. Hasta que solo queda ese silencio denso, como el de un andén vacío al amanecer, cuando sabes que nadie vendrá por ti, pero igual te subes al siguiente tren.
Porque incluso sin certezas, incluso sin compañía, el viaje sigue. Y aunque todo parezca quieto, es apenas una pausa: un respiro antes de volver a moverse. El camino, al final, sigue siendo mío.